«No podía dar clase tras la paliza que me dio la madre»0

703 30/10/2006, 08:32       #Salut laboral,

La agresión que sufrió la profesora María L. M., de 47 años, en un colegio guipuzcoano es una de las contadas que llegan a los juzgados y acaban con una sanción a los autores, en este caso la madre y la tía de una alumna, aunque finalmente fuera una multa simbólica. Su dura experiencia le causó problemas psicológicos, - «pasé mucho miedo», reconoce-, que ha conseguido superar con ayuda médica y el apoyo del resto de los docentes de la escuela. Asegura que durante su lucha por conseguir que la Justicia castigara la agresión se sintió «abandonada» por las autoridades educativas. «No puede salir gratis pegar a un profesor», defiende.

El calvario de esta maestra comenzó la mañana del 10 de marzo de 2005. Era jueves. Se encontró con una alumna de 12 años a las puertas del comedor escolar pateando a un compañero. El chico aguantaba el ataque tumbado en una escalera, en posición fetal. «Le pedí que dejara de golpearle. Se incorporó, me llamó hija de puta y se cagó en mis muertos, pero yo no me acobardé y le recriminé su actitud», relata. Otra docente del centro presenció la escena.

La maestra se fue a su casa a comer y cuando regresó por la tarde a la escuela, acompañada por otra profesora, la estaban esperando la madre y la tía de la menor, de etnia gitana. Preguntaron por ella. «Les dije 'soy yo' y, acto seguido, me empotraron contra las vallas del patio y comenzaron a lloverme golpes, puñetazos y patadas mientras gritaban ¿Por qué has tocado a mi hija? Una de ellas decía :¿Déjamela a mí! Pensé que me mataban. Yo llevaba una bolsa de deporte con la que me protegí el pecho y la cara». La profesora que le acompañaba no podía quitárselas de encima. «Soy alta pero ellas son como armarios. Fue terrible. En un despiste de mis agresoras corrí y entré en la escuela», recuerda con espanto.

Patadas y puñetazos

La víctima se refugió en la sala de reuniones, pero las mujeres le siguieron. Un grupo de docentes acudió en su ayuda. «Trataron de pararlas, pero un profesor no puede tocar al alumno o a su familia, ni para defenderse, se te cae el pelo. Estamos atados de pies y manos tanto ante la agresión de un alumno como ante la de sus padres», señala. La maestra que había presenciado el momento en el que riñó a la niña intervino y consiguió despistarlas. «Les dijo que en ningún momento yo había tocado a la menor», continúa la maestra.

No fue suficiente para acabar con la furia de las mujeres. «Salí ciega de la sala de profesores, me encerré en un cuartito y me quedé allí, aterrorizada, con la luz apagada, pero ellas me siguieron. Mis compañeros se colocaron delante de la puerta. Yo gritaba histérica: ¿No las dejéis entrar! ¿No las dejéis entrar!, y pedía con angustia que avisaran a la Ertzaintza». Cuando los agentes llegaron a la escuela las agresoras se habían ido ya. «Pero yo permanecía encerrada y no dejaba que abrieran la puerta, estaba presa de un ataque de nervios».

Tenía las piernas llenas de moratones por las patadas y los golpes. Los compañeros de la víctima la llevaron al ambulatorio y a presentar la denuncia. «Cuando regresé a casa estaba muerta de miedo. Sabía que si al día siguiente no volvía a la escuela no volvería en la vida». El viernes 11 de marzo regresó a su puesto de trabajo, haciendo de tripas corazón y bajo los efectos de los tranquilizantes. Un inspector de Educación acudió al centro el lunes para investigar lo ocurrido.

La niña tuvo como castigo una expulsión de cinco días. La madre no aceptó el cambio de colegio que le propuso Educación y continuó acudiendo al centro a recoger a su otro hijo. «Tenía que verlas a diario. La niña se paseaba delante de mí y me miraba con ojos desafiantes. Mis compañeros me avisaban cuando aparecía la madre para que me quedara en un aula o me metiera a un despacho y no me la encontrara. Era horrible. Llegaba a casa, me encerraba en la habitación, bajaba las persianas y me ponía a llorar como una loca».

Para hacer más dolorosa aún su situación, la docente tuvo que hacer frente a una denuncia de la familia de la menor, que le acusó de agresión. «Yo tenía testigos de que no la había tocado, no podían demostrar nada, era mentira, pero iban a por mí», se queja. Gracias a la medicación -pastillas para dormir y para mantenerse en pie-, logró continuar en su puesto hasta Semana Santa y trabajar cinco días más tras las vacaciones.

Sus compañeros hacían turnos para acompañarla a diario a la escuela y de regreso a su casa. «Acudí varias veces al médico para que me subiera la dosis. Iba a clase forrada de pastillas. Hasta que un día sufrí un ataque de ansiedad, no podía parar de llorar y temblar, me ahogaba...». Cogió la baja el 13 de abril y ya no se reincorporó hasta el siguiente curso.

Encerrada

Se encerró en casa durante más de un mes. Los ataques de ansiedad se repitieron. «No salía a la calle, creía que en cualquier esquina me iba a salir la familia de la niña y me iban a matar porque no había aceptado quitar la denuncia como pretendían». La depresión llegó a afectar a su vida familiar.

La maestra agradece el apoyo que recibió de sus compañeros y de los padres de otros alumnos, pero dice que se sintió «abandonada por Educación». El sindicato UGT le ofreció asistencia legal para llevar adelante el proceso judicial. «Lo único que hizo Educación fue, a quince días del juicio, pedirme que quitara la denuncia porque decían que no me traería más que problemas. No accedí. A pesar de lo mal que lo estaba pasando no podía permitir que la agresión quedara sin castigo».

El tribunal condenó a las acusadas a multas de 60 y 120 euros. «Les salió barato pegarme», apunta con ironía. La afectada no había pedido indemnización, «sólo quería justicia». Sabe que su caso es uno más entre decenas, cientos, y que son pocas las víctimas que llevan a sus agresores ante los tribunales. «Hay que denunciar. A mí me dieron una paliza, pero si no se hace algo al siguiente le pueden clavar un cuchillo», subraya.

María L. M. ha recuperado ya su vida, pero advierte de que la conflictividad en las aulas no se va a solucionar hasta que las familias «eduquen» a sus hijos. «Los padres, con su permisividad, no ponen límites a sus hijos y están haciendo pequeños tiranos que se creen superdioses y no soportan ser uno más o someterse a unas normas en el colegio», reflexiona.


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