Meritocracia docente0

731 21/11/2007, 14:47   

Suscribo de principio a fin el artículo de Javier J. Feito publicado en este periódico el 19 de noviembre acerca de la situación en la que se ven los jóvenes licenciados en general, y, sobre todo, aquellos cuyas titulaciones tienen como principal salida la enseñanza. Resulta que estar en posesión de otra licenciatura, de un doctorado, de un máster, o también certificar el conocimiento de más de un idioma, etcétera, no sumaría en total ni siquiera cinco puntos para esas baremaciones que se fijan con vistas a un trabajo como docente en la enseñanza pública.

Por si esto fuera poco, Javier J. Feito asegura que hay cursos de 100 horas que pueden llegar a ser tan valorados como un doctorado cum laude. Algo tan real como delirante.

Resulta que una profesión que está llamada, entre otras cosas, a evaluar conocimientos se organiza sobre la base de unos criterios a todas luces erráticos, por no decir arbitrarios. Y, efectivamente, lo primero que pudiera pensarse ante algo así es que, como dice el autor del artículo citado, hay una innegable intención de potenciar la mediocridad en la misma medida en que se orilla la excelencia.

Es inconcebible que una sociedad prescinda no sólo de los mejores, sino también de los jóvenes, que son los que están en óptimas condiciones para dar vida a todo aquello en donde se les permita tener el sitio que realmente deberían ocupar.

Hay algo tan prosaico como real y es que los jóvenes titulados, en tanto que no pueden acceder a un empleo no son ni siquiera susceptibles de convertirse en afiliados de un sindicato en el que no pueden cotizar. De lo que se trata, pues, según cabe colegir, es de proteger a militantes y cotizantes, dejando totalmente fuera a aquellos que no lo son ni les permiten llegar a serlo. Así de claro, así de crudo.

Dicho todo esto, conviene que se reflexione en serio -y con inevitable indignación- sobre la meritocracia en el mundo docente. Para los que ya estamos dentro desde hace muchos años hay criterios no menos irracionales. En la llamada formación del profesorado, un curso que imparte cualquier CEP («centros de profesores») no tiene que pasar ninguna criba. Sin embargo, si se trata de cursos impartidos por cualquier Universidad, alguien en la Consejería de la Cosa debe decidir si tal curso ha sido verdaderamente formativo para el docente de turno. Pregúntese el lector quién elige y con qué criterios al profesorado que imparte los cursos del CEP. Pregúntese el lector por qué desde el 92 a esta parte se ha fomentado en la enseñanza media al catedrático chusquero, es decir, la llamada condición de catedrático en la que una de las cosas de mayor peso son los años de servicio, y no el doctorado, las investigaciones y publicaciones. Pregúntese el lector por qué ha desaparecido aquella figura tan honorable, de auténtica referencia, que era el catedrático de instituto, que en la mayor parte de los casos estaba con un pie en la Universidad. Pregúntese el lector por qué casi nadie quiere recordar que, para mayor baldón, la gran mayoría de los grandes maestros de nuestra alma máter fueron antes catedráticos de instituto. Pregúntese esa misma alma máter por su endogamia, preocupante a más no poder.

Así las cosas, si es grave e inadmisible que los jóvenes más y mejor preparados tengan casi cerrado por completo el paso a la docencia, no es menos denunciable que para quienes ejercen ya la enseñanza los alicientes que puede tener la excelencia apenas se tengan en cuenta en la profesión. Como bien se sabe, las baremaciones son públicas.

Y, en esto último, el papel de los sindicatos es también manifiestamente mejorable. Primero, vuelvo a preguntarme una vez más si son necesarios los liberados que huyen de la tiza. Acaso pudiera estudiarse la conveniencia de una reducción de horas para quienes llevan a cabo tareas sindicales. En segundo lugar, quienes se reclaman nuestros representantes, sin tener en cuenta para su sonrojo el grado de afiliación, deberían saber de una vez por todas que no sólo están ahí para exigir mejoras salariales, es obvio, sino también para reivindicar condiciones de trabajo dignas y, de paso, para dignificar esta profesión con unas baremaciones en consonancia con una mejor y más profunda formación, y no con «caxigalinas» que tienen de todo menos rigor científico.

Pido perdón por reiterar una vez más la misma pregunta: ¿Alguna vez se enterarán los sindicatos de enseñanza de que su tarea tiene que ser algo más que vender lotería navideña en sus visitas a los centros? ¿El sindicalismo era esto?

¿Cómo es posible que no se fomente y se prime una mayor y más rigurosa formación en el profesorado? ¿Cómo es posible que en la llamada carrera docente, que, en realidad apenas existe, no haya más que años de experiencia? ¿Cómo es posible que aceptemos ser una profesión chusquera?

¿Cómo es posible, en fin, que los encargados de evaluar estén sujetos a baremaciones insostenibles? ¿Es el mundo al revés? ¿O es, mucho peor que eso, la mediocridad dirigida y fomentada?

Gracias por su artículo, don Javier.


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