Entrevista a Daniel Pennac0
4551 20/10/2008, 09:21 La Vanguardia. Núria Escur
El maestro Daniel Pennac fue un niño zoquete y en su Mal de escuela habla del dolor de quien no comprende en un mundo donde todos comprenden. Aconseja sufrir menos por el porvenir y empeñarse en cambio en que los hijos no vivan como un pecado el no leer. Cuenta cómo a él lo rescataron tres profesores que se zambulleron una y otra vez para que saliera a flote. Habla de la adolescencia y su parecido con la jubilación, habla de la pasión de ser profesor.
De niño fue un desastre escolar. Hoy, uno de los escritores más queridos y leídos de Francia, autor respetado y profesor de culto. Hijo de militar francés, nació en 1941 en Casablanca y pasó su infancia en diversos países del sur de África y el Sudeste Asiático. Su intensa experiencia docente no tiene desperdicio.
En su último libro, Mal de escuela (Mondadori; Empúries en catalán), Daniel Pennacchioni rememora su vida marcada por el fracaso escolar y rinde homenaje a todos aquellos maestros “que me salvaron del dolor”. Una obra (premio Renaudot 2007) que busca, deliberadamente, remover la génesis de la crisis escolar contemporánea.
Pennac se recuerda como una nulidad académica. Sin ninguna causa aparente: “Fui hijo de la burguesía de Estado, nacido en una familia amorosa, sin conflictos, rodeado de adultos responsables que me ayudaban a terminar mis deberes”. Sin familia desestructurada: “Padre que ejerce como ingeniero de la Polytechnique, madre que trabaja en casa, sin divorcios, sin alcohólicos, sin taras hereditarias, tres hermanos bachilleres (dos acabarían ingenieros, el otro militar), ritmo familiar regular, alimentación sana”. Sin ignorancia: “Biblioteca en casa, pintura hasta los impresionistas, poesía hasta Mallarmé, música hasta Debussy, novelas rusas, el inevitable periodo Teilhard de Chardin, Joyce y Cioran como máxima audacia… Conversaciones de sobremesa tranquilas, placenteras y cultivadas. Y, sin embargo, yo, ¡una nulidad! ¿Por qué?”. Queda mucho de aquel niño inquieto en esos ojos que asoman por encima de las gafas del viejo profesor. Se sienta en el tresillo y deja un espacio a su izquierda. Su mano cepilla cuidadosamente el terciopelo. Aparta unos almohadones. Como si fuera a sentarse alguien más. Algo que no entiendo hasta el final de la entrevista.
Cuando de pequeño le preguntaban qué quería ser de mayor, ¿usted qué respondía?
Yo no contestaba. No podía. Mi nulidad escolar era algo tan flagrante, y además yo estaba tan convencido de mi idiotez, que no veía ningún futuro. Estaba atrapado, encarcelado, en un presente perfecto.¿Sin perspectivas?
Ninguna.Pasó su infancia en África. ¿Qué recuerdos permanecen?
África te remueve por dentro incluso cuando eres niño. Sigo teniendo paisajes grabados en mi mente, los niños de mi edad, por ejemplo, porque yo jugaba con los niños africanos. Recuerdo mucho la imagen de leprosos porque mi madre se ocupaba de ellos.¿El desierto?
¡Oohh! Un desierto de piedra que en una noche floreció.¿En una sola noche?
Sí sí, se lo aseguro. Llovió y, en una sola noche, apareció hasta el horizonte un enorme tapiz de flores. Otra visión africana que tengo es la de mi padre cociendo huevos sobre una piedra, al sol. Nunca me había preguntado por qué soy tan sensible a ciertos paisajes. Usted me ha hecho pensar, y creo que ahora mismo me estoy dando cuenta de por qué me gusta tanto la literatura de un tipo americano: Cormac McCarthy. Su trilogía, la trashumancia, los caballos, ese mundo atado a la naturaleza, ese era mi mundo. Supongo que es porque en él me reencuentro con todos esos elementos. ¡Sí, lo acabo de entender!: McCarthy te convierte en lo que describe.¿Cómo se consigue eso?
Cuando él describe una piedra, uno se convierte en mineral; cuando describe un arbusto, te conviertes en vegetal; cuando describe un lobo, un chacal o una gallina, te conviertes en animal.Pues usted se describió, de pequeño, como un cangrejo.
Sí, sí, encerrado en mi interior. Después he evolucionado hasta convertirme en pato a la naranja. Bueno, es más delicioso que un cangrejo.¿Ha reconocido en algunos de sus alumnos el mismo niño que usted fue?
No exactamente el mismo, pero sí niños que padecían el mismo miedo y la misma vergüenza. Lo fundamental de mi labor como profesor ha sido curarlos, sanarlos para que la literatura penetrara en ellos.¿Entonces hay que desculpabilizar al niño que consideramos un desastre?
Siempre que el estudiante tiene miedo y vergüenza no puedes hacer nada. Así que lo primero es liberarles de eso.Un suspenso puede llevar a un suicidio.
Se han visto casos, salen en las noticias. Pero el suicidio adolescente se debe, probablemente, a una percepción del tiempo que no coincide con la nuestra. El individuo percibe un presente de indicativo que nunca acabará, una incapacidad para proyectarse. Yo, a veces, relaciono ese suicidio con la muerte precoz de adultos prejubilados.¿Adultos y prejubilados sienten lo mismo?
El de los prejubilados es un fenómeno social del que no se habla, pero ambos casos se fundamentan en las mismas causas: no ven futuro, pierden esa columna vertebral de nuestras vidas que nos da la posición social, esa que, no se sabe por qué, uno sólo obtiene con el trabajo. Si no trabajas, no sientes esa fuerza. Ambos, adolescentes y prejubilados, sienten que no tienen nada que hacer en la vida. O más que eso: sienten una vasta desesperanza. Como si la identidad de la persona se hubiera reducido al rol social. Si le sustraes ese rol, la identidad se desvanece, muere como una planta a la que cortas las raíces.Uno de los tres maestros que usted confiesa que “le salvaron” decidió un día no examinarle más. Y exigirle, a cambio, una novela por entregas semanales. ¿Recuerda de qué trataba esa primera obra?
¡No he podido, no he conseguido recordarla nunca! Y en cambio, recuerdo perfectamente, lo veo como si fuera ahora, ese día en que él me lo dijo. Y cómo yo sentí que, por primera vez en la vida, era importante para ese hombre. ¡Existía para mi maestro! Y la novela supongo que sería una historia muy influenciada por mi lectura de entonces, Thomas Hardy, una historia probablemente trágica, desastrosa, de naufragio personal y destino triste.¿Escuela pública o privada?
En Francia no hay una gran diferencia. Hay excelentes institutos públicos y excelentes escuelas privadas, y su esencia la determina, básicamente, el barrio. En el distrito V de París, por ejemplo, tradicionalmente se encuentran, desde hace dos siglos, las mejores escuelas.“Yo le debo mucho a la República… ¡pero no tanto!”, dice usted en su libro.
Es una pequeña broma que se refiere a una frase que muchos intelectuales franceses de prestigio repiten por televisión: “Yo se lo debo todo a la República”. Frase grandilocuente porque la mayoría de ellos, en realidad, fueron excelentes alumnos, de modo que lo deben casi todo a sus dotes innatas. Un caso de falsa modestia.¿Le gusta la Francia donde hoy vive, dirigida por quien la dirige?
Estoy demasiado viejo para considerarlo, he visto pasar muchos presidentes y creo que todavía voy a seguir viendo pasar algunos. Para mí, Francia no es un quinquenio. Es una lengua que adoro, es un grupo de personas que evoco según las regiones. Por ejemplo, adoro las gentes de Vercors, una pequeña montaña de mil metros de altura. Allí la gente es como los insulares: aislados, irónicos, hoscos, desconfiados…; con ellos me entiendo de maravilla.¿Y si va a Marsella?
Allí están los orígenes de mi madre. A veces voy allí para hablar con mis amigos, pero, ante todo, para hablar con la misma Marsella. Y luego me vuelvo a la zona de París donde vivo desde hace 30 años: un planeta en miniatura. Allí tenemos todo tipo de inmigrantes, de cocinas, de lenguas, religiones y músicas.¿Su familia ya se tranquilizó respecto a su futuro, que siempre maliciaron incierto?
Desgraciadamente, mi familia se ha reducido. Perdí a mi hermano Bernard, del que hablo en el libro. Mi mejor amigo. Hace apenas unos meses no fuimos capaces de recordar ni una sola bronca entre nosotros. Sin él mi familia ya no es lo mismo, y los comentarios sobre mí tampoco.¿Le siguen enviando cartas sus ex alumnos?
Por supuesto. Especialmente, tras la publicación del libro. Algunos me paran por la calle: “Tengo 48 años y aún me acuerdo de los textos que nos hizo aprender de memoria”. Y a veces encuentro alguno por las calles de París y le atraco: “¡A ver, recítame el texto 18!”. Y mientras responden, en sus caras de adulto voy viendo, poco a poco, su transformación, y su rostro adusto vuelve al pasado hasta que aparece la misma carita que tenían de niños.Usted supo romper la frontera entre el maestro y el alumno. ¿Decidió viajar hasta el mundo de los alumnos antes de invitarlos al suyo?
Sí y no. Verá: entiendo perfectamente la adolescencia, pero no juego a la adolescencia. Reconozco todos los miedos que les atenazan, pero yo, cuando estoy con ellos, soy un adulto. Un adulto que considera que ellos, probablemente, necesiten formación y educación. Soy un viejo profesor, un profesor a la antigua usanza. Y, paradójicamente, coincidimos en el entusiasmo. Un libro o una partida de ajedrez. Sólo cuando se interesan por algo surge esa sinergia que choca felizmente entre nosotros.El profesor tiene cada curso un año más, mientras que su alumnado se mantiene cada curso en la misma edad. ¿Cómo lo lleva?
Esa percepción es curiosa. Cuando yo era estudiante, un mal estudiante, y odiaba a mis profesores, pensaba en mi interior: “Habla, habla. ¡Pero tú te quedas y yo me largo!”. Después, como profesor, estuve en el otro lado. Y ocurrió algo mágico: ¡yo no he visto pasar los años! No me he enterado a costa de absorber la energía de la clase. Si consigues que lean un libro o descubran la pasión por algo nuevo, se genera una energía que a mí me supera, me cegaba.
Supongamos que un adolescente que vive en una casa llena de libros y ha visto leer siempre a su padre y a su madre no quiere leer. ¿Qué hacemos?
Muy fácil: espere a que se enamore.
No lo entiendo.
Un día se interesará por una lectura, y la razón por la que llegue a eso será indefinible y no depende de los padres. Un profesor que te despierta, una casualidad o un amor. Si se enamora (entonces los padres tienen otro problema), leerá. Porque buscará en algún sitio el espejo de lo que le ocurre, sentimientos, cambios, efervescencia… O eso, o no va a leer nunca. Lo esencial, lo más importante, es que el hijo no sienta el miedo del padre o la madre. Que no sienta que no leer es un pecado. Porque nuestro miedo nos mira. De cada cuatro temores hacia nuestros hijos, tres son nuestros propios miedos. Procuremos que no los hereden.
En el libro habla mucho del dolor del niño que no sabe nada, pero también habrá conocido el dolor del niño que sabe demasiado.
Los superdotados se aburren en clase. Mi trabajo también exige detectar esos casos y lograr que, como los demás, tengan, aunque sea un solo momento del día, la sensación de que existen a mis ojos. Deben existir in-di-vi-du-al-men-te. Eso es muy, muy, muy, muy, muy, muuuuuy, importante.
¿Les presentamos demasiadas expectativas universitarias a nuestros jóvenes? Hay quien considera que les repetimos durante años que lo más importante es que estudien una carrera para que luego engrosen las filas del paro.
¿Sabe que ya en el siglo XIX Jules Vallès dedicó su autobiografía “a todos los que alimentados de griego y de latín murieron de hambre”? Bien, ese es el problema de la finalidad de la institución. ¿La escuela se construye para dar trabajo o para formar el espíritu? No voy a responder a esa pregunta, aunque tengo mi opinión al respecto. Pero le diré que reprochar a la escuela que fabrique matemáticos en paro es un mal juicio. Y todos los malos juicios que se dirigen contra la escuela son malos juicios que la sociedad se hace a ella misma, de modo que la escuela se convierte en el chivo expiatorio.
Dirija una pregunta a los escépticos con el sistema escolar.
¿Es culpa de la escuela si tanto en Francia como en España estamos obligados a importar médicos extranjeros? No. En todo caso, es culpa de un sistema que prefiere infrapagar a los médicos extranjeros.
¿Qué consejo daría a los muchos, muchos, muchos profesores españoles que dicen estar quemados por la profesión?
¡Esa es la pregunta que me hacen en todos los países de Europa! Y no tengo ningún consejo. Pero sí les diría: “Recordad que, gracias a vosotros, por primera vez en la historia de la humanidad, en vuestro país y algunos europeos se enseña a todos los niños, ¡sin excepción! Es el compromiso más importante de nuestra civilización”. Y ellos, los profesores, son agentes de este increíble fenómeno. Y sólo después de esa reflexión podemos desesperarnos, tirarnos de los pelos, gritar…
¿No se lo preguntan fuera de Europa?
¡No, claro que no! La figura del burnout, del profesor quemado, no existe en África, no existe en Sudamérica. Sólo existe en nuestra casa. Pero ¿qué hacemos? ¿Nos desesperamos, lo dejamos todo? ¿Abandonamos a esos críos a su suerte? Quien quiera, que asuma esa responsabilidad. ¡Yo no voy a asumirla!
¿Ha pasado por la crisis de los 40, los 50 o los 60?
Yo sólo he entrado en crisis una vez en mi vida. Pero fue tan bestial que cubrí el cupo de todas las siguientes. La noche en que pasé de los 9 a los 10 años, el primero de diciembre, estaba absolutamente desesperado. Pensé: “Paso de un dígito a dos dígitos. ¡Pero jamás pasaré de dos dígitos a tres!”.
¿Habla usted con Dios?
Eso es cosa mía, pero le explicaré la razón de mi silencio: la respuesta a esta pregunta, en la historia de la humanidad, ha provocado demasidos muertos. Por eso no respondo nunca a esa pregunta.
Pero si un alumno le preguntara “¿Dios existe?”, ¿no le respondería?
Le diría que unos creen que es una hipótesis interesante y otros que es un insulto a la inteligencia. Y añadiría: “Si sigues interesado, hablamos de ello. Pero no en cinco minutos”. Después iría a buscar unos libros de filosofía y al entregárselos le diría: “Piensa que la pregunta que me has hecho alimenta gran parte del cuerpo literario mundial, está en el origen mismo de una cantidad inmensa de guerras, pero también es la base de obras artísticas magníficas”.
¿Alguna vez ha calculado cuántos alumnos han pasado por sus manos?
Unos tres mil. Tenían entre 10 y 20 años.
¿Y alguna vez llegó a enamorarse de alguna alumna?
Jamás. Cuando yo entraba en la sala de profesores y colgaba mi chaqueta en la percha, también colgaba allí mi libido.
¿Le hubiera gustado ser profesor en otro país?
No. Cuando uno está dentro de una clase, independientemente del país, el resultado sólo depende de la encarnación del profesor.
¿Ha explicado todo lo que quería en su libro?
Creo que no voy a escribir más sobre pedagogía. He dicho todo lo que quería decir en función de lo que yo sentía.
¿Las reacciones que está teniendo también son las que esperaba?
Le parecerá poco, pero el solo hecho de que se lea ya me emociona. Porque nunca lo imaginé así. Cuando lo escribía tenía a ese zoquete que fui yo de niño sentado a mi lado, que me iba diciendo: “Esto no lleva a nada”. Se iba quejando, tocaba mi hombro: “¡Imbécil! Deja ya de escribir eso”. Todavía me sorprende que me lean.
¿Por qué?
Por la oposición que existe entre esa multitud que te lee y la soledad inmensa, inmensa, que comporta el acto de la escritura. Toda esa interio-rización que has hecho, cuando el libro sale, se esparce, explota, salpica sobre el mundo, y aún me maravilla ver ese gesto, inimaginado antes. Hablar de lo que has escrito es de una naturaleza totalmente distinta a tu pequeño mundo ante un papel. Y he aprendido.
¿A blindarse?
Sí. Porque el primer lector crítico que se ríe de mí, que se burla, lo llevo yo dentro. No es un intelectual, pero es muy inteligente y no me perdona nada. Tiene mucha intuición, no aspira a la fama y quiere vivir en paz.
¿Su conciencia viaja siempre con usted?
Está aquí a mi lado. Sentada a mi izquierda, es este niño que nos mira sorprendido desde el sofá. ¿No lo ve? No, nunca lo ve nadie.
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