El recreo perpetuo0
500 21/10/2008, 08:14 Juan Pedro Rodríguez
Quienes sigan mínimamente las escasas noticias que sobre la educación secundaria española van apareciendo en los medios habrán observado que ni el profesor (ni la profesora, por supuesto) aparecen en ninguna de ellas y que, cuando la excepción ocurre, se les menciona únicamente para tildarlos de malos ejemplos ciudadanos dignos de ser evitados o censurados.
A eso prácticamente ha quedado reducida su tasa actual de dignidad, pues el transcurrir de los últimos tiempos la ha ido mermando hasta el punto de que podría afirmarse con rotundidad que el común del profesorado actual de enseñanza secundaria ya no pinta absolutamente nada, ni siquiera en sus propias clases. ¡Y si ni ahí mismo, entre ese montón de pupitres en que otrora se ganaba orgulloso el pan y ahora malvive ansiando jubilación, se le permite otro papel que el de convidado de piedra, sin voz y hasta sin voto, cuánto menos podrá hallársele en un foro en que se diriman reformas educativas, por ejemplo! ¡Y cuantísimo menos en una manifestación, o en una huelga, o en un paro, actos de los que se ha tenido que ir retirando por tener ya comprobado hasta la saciedad que no producía mella en la clase política ninguna de las escasas ocasiones en que los sindicalistas mostraron consciencia de que aún debe de tener existencia la vergüenza profesional en este colectivo!
A fuerza de decretazos y circulares se ha conseguido convertir al profesor actual en un manso corderito al que ya se le puede colar cualquier gol en cualquier campo, en cualquier tiempo, y en cualquier partido, y al que continuamente regañan inspectores e inspectoras, directores y directoras por la peregrina (e inconfesable) razón de que, si se atiende a datos estadísticos, no consigue ese raro ciudadano, pese a tener entre sus manos el material más valioso del país y desempeñar la labor más preciosa que ha existido siempre, sacar a flote los elevados índices de fracaso escolar existentes –aunque ello, como todas las paradojas de la vida, conlleve por añadidura la peligrosa recuperación de su dignidad profesional. No encontrará nadie, pues, al profesor ni en el debate político, ni en los despachos educativos, ni en la calle siquiera; él está como recluido en el aula, como encerrado entre cuatro paredes con una veintena de alumnos de lo más variopinto y procurando, dentro de las posibilidades humanas que aún le puedan quedar, afrontar como mejor se le ocurra, y una hora tras otra hora, las dos ingentes tareas que le han sido encomendadas por estos nuevos tiempos: la docente y la educadora. ¡Con nefasto resultado, dicen todas las estadísticas! ¡Haciendo sepaDiósqué, dicen los padres! ¡Cogiendo una enfermedad, dicen los todavía sanos!
¿Qué hará entonces tras esa puerta ese individuo, que no es capaz de convertir en exitosa ninguna de las políticas educativas que tanto dirimen, legislan y pactan a sus espaldas? ¡El jaleo que se oía hace momentos al pasar por la puerta de su aula era más que evidente! ¿Estará de baja y a sus alumnos aún no les han mandado un sustituto? ¿Estará leyendo el periódico? Miremos un momento por la cerradura y espiemos.... Pues no: parece ser que ha conseguido acallar ahora el griterío inicial de la clase y parece que se le oye explicar algo. Prestémosle entonces un momento de atención y veamos cómo se desenvuelve en esta clase cualquiera, en la de ahora mismo por ejemplo, la última de la mañana, la de 13.30 a 14.30, precisamente esta en la que veinte zagales de 4º de la ESO van a recibir por primera vez en este curso su primera lección sobre la literatura española del Romanticismo, ya que así lo pide el mero hecho de que el libro de texto de la asignatura de Lengua va a estas alturas de Octubre por la unidad primera, sección de Literatura.
Parece ser que, aprovechando que hoy han faltado tres repetidores y que está un poco adormilado el que se levanta tantas veces en cada clase para asomarse a la ventana, ha considerado propicio el momento y se ha decidido a hacer un resumen de la literatura que se hubo de dar en 3º (de Edad Media a Siglo XVIII) para así conseguir que al menos la mitad del alumnado entienda que eso del Romanticismo es una época de un siglo de nuestra historia, relacionable con otras épocas de otros siglos, no con enamoramientos románticos ni con calenturas adolescentes. Para ello ha ido escribiendo en la pizarra un esquema muy gráfico, en el que se perciben en zigzag y de modo alterno las seis épocas (1.-clásicos, 3.-renacentistas y 5.-neoclásicos, en las que predomina la razón, frente a 2.-medievales, 4.-barrocos y 6.-románticos, en las que predomina el sentimiento) como si nuestra historia común europea hubiera sido un continuo devenir de modas o tendencias contrarias las unas a las siguientes y semejantes las alternas entre sí. Parece ser que el profesor ha conseguido a la altura de la media hora una rara atención en el alumnado, debida probablemente más a las piruetas que ha ido haciendo con la tiza mientras explicaba que a haber acudido a sencillos ejemplos y analogías, como el de que a la moda del pantalón de campana sigue siempre la del “Nena, que me dejes ya. Profesor, mire esta, que no me deja” pantalón sin campana y vuelve a seguir otra vez la del pantalón con campana; incluso ha llegado a decir que, como preparando el paso de la Edad Media al Renacimiento, Cristóbal Colón “¿Quién, quién ha dicho? Cristóbal ¿qué?” mostró ser muy listo (=usaba la razón) no sólo “Ha dicho Colón, el de las lavadoras” por dirigir su barco hacia “¡Silencio los de atrás, que no se oye lo que dice el maestro! ¡Que os calléis ya los de atrás, hombre!” el Oeste aunque supiera que el viaje a las Indias le iba a resultar más largo que yendo hacia el Este, sino “Nene, que está diciendo el maestro que os calléis” también por dirigir el barco mar adentro en vez de tierra adentro (concesiones lógico-didácticas que le han de ser perdonadas en aras de lograr la comprensión del mayor número de alumnos).
Tras una especie de descanso de unos cinco de minutos en los que ha tenido que dejar hablar a sus anchas al alumnado y asomarse a dos de ellos a la ventana y dejar que una fuera al servicio instantáneamente para impedirle que contara a todos el porqué de sus urgencias y lograr que sólo uno quede deambulando por la clase ha conseguido que la “¿Cuántas veces tendré que decir que os calléis esta mañana?” mitad de ellos copien mientras tanto el leve esquema en un folio (la otra mitad no tenían o papel o bolígrafos o ya lo copiarían en sus casas o al día siguiente). Con un afán digno de encomio, ha forzado al máximo la situación y les ha pedido a voces, aun a sabiendas del riesgo que se corría, que le digan algunos nombres de autores “Profesor, esta me ha quitado el folio ya cinco veces” estudiados el curso anterior, pero a duras penas ha podido entresacar, entre el palabrerío, cuatro nombres incom “Siéntate, siéntate, por favor, ahora cuando termine tu compañera que te deje el tipex y lo corrijes” prensibles. Por no darse por vencido, y, sobre todo, por haber captado que siete alumnos han entendido el esquema de la pizarra a la perfección, ha pedido también un voluntario para que escriba junto a cada una de las seis épocas de la pizarra una obra representativa que pueda servir de recordatorio a alguien; dado que quien ha salido no se acordaba nada más que de El Lazarillo, le ha “¿Este año también nos tenemos que leer El Lazarillo?” permitido que “¿No nos dijeron que los libros eran gratis este año?”, “¡Que no, nena, que tú estás chalada!”, “¡Cuche la que habla!” colocase autores también, por lo que al cabo de un rato quedaba el esquema así: 1.-clásicos (--), 3.-renacentistas (El Lazarillo), 5.-neoclásicos (El complemento directo), 2.-medievales (Poema de Mío Cid), 4.-barrocos (Cerbantes) y 6.-románticos (Galdós), ... “¿Queréis hacer el favor ya? ¡Usted, sí, Morales, usted: aunque quede nada más que un solo minuto de clase le voy a tener que poner ya un parte porque ya está bien de que no haya estado sentado ni cinco minutos...!”, “¡Pues póngamelo cuando quiera! Ya vendrá mi padre a hablar con el director. Habrá visto que yo no hablo ni chillo como este”, “¿Ha visto, profesor? ¡Me ha dado una colleja! ¡Te vas a enterar cuando te pille en la puerta! ...
Así, como sólo comprenderá quien quiera comprender, no se puede dar una clase. Del mismo modo que no se puede conducir en un atasco, o dormir en una discoteca, o barrer en una tormenta, así no se puede dar una clase: el conocimiento y la educación son asuntos de tal índole que así no se pueden impartir; se puede hacer el paripé, se puede cobrar un sueldo gratis, se puede coger una depresión, pero así no se puede ni impartir conocimientos ni educar a una juventud. Una clase de una hora que precise la mitad de ella para imponer silencios, cambiar maneras, corregir posturas, recordar modales, vigilar ademanes, acallar voces, templar acosos, aplacar iras, evitar insultos, repeler agravios,... podría, tal vez, ser válida en uno u otro sentido siempre y cuando no se hubiera de estar a cada momento y por añadidura desentendiéndose de gestos, aguantando insolencias, desoyendo cinismos, soportando descaros, sufriendo desvergüenzas,... Aún así, todavía podría ser válida en uno u otro sentido si a ello no se sumara que todo lo anterior conlleva forzosamente desatender contenidos básicos, desentenderse de los alumnos aplicados, olvidarse de quienes muestran interés por el estudio,... Aún más: tal vez podría ser válida en cierto recóndito sentido si el resultado no consistiese, como consiste, en provocar el más absoluto desánimo y desidia en los esforzados y la gratuita sonrisa del premio a los incordiantes.
Las condiciones de trabajo descritas son, querámoslo o no, esas o muy semejantes: en el aula de hoy apenas se pueden enseñar cuatro rudimentos, y apenas se logra a base de coraje que ciertos alumnos bajen el pie de la mesa. Pero, con ser grave el problema, aún puede ser peor ya que dicha situación ha demostrado en los últimos años regirse por dos efectos demoledores: el efecto-dominó (una hora, un día, un año conllevan otra hora, otro día y otro año con más de lo mismo, y así sucesivamente) y el efecto-espiral (“si hoy consigo que el profesor no me vuelva a regañar por ponerme de lado, mañana me pondré recostado y pasado tumbado”; o, lo que es lo mismo, “si hoy no puedo enseñar el signo +, mañana no podré enseñar a sumar y pasado no podré enseñar a resolver ningún problema con sumas“).
El desconocimiento interesado de esta realidad de las aulas da pie a que todos los estamentos implicados observen el problema de la educación en España desde una óptica bastante poco atinada: el alumnado aquí aludido ve el aula como una cárcel en la que demasiado bien se porta durante seis horas diarias; el padre que no entiende que exista la educación paterna ve el aula como una guardería; el cargo directivo ve el aula como otra estancia del Centro muy distinta a su despacho; la Administración ve el aula como la tienda que hay que supermodernizar aunque no se venda nada; el político ve el aula según el signo de quienes lo votan: o como un confesionario o como una máquina de inventar libertades, cuando no como un pequeño hemiciclo en el que se acepta sin más que quien no sabe sentarse en un pupitre es porque no ha sido todavía educado para la ciudadanía.
Pero el profesorado en general, tanto el que está de baja como el que no ceja en su labor, tanto el que está ansiando jubilarse como el que no acaba de salir de la interinidad, tanto el que no ha desertado nunca de la tiza como el que ve en ello su único porvenir, está hastiado ya de ver siempre lo mismo y lo único que pide es que se le restituyan y devuelvan cuanto antes las mínimas condiciones laborales en su ambiente de trabajo, a las que tiene derecho como cualquier trabajador español. Eso es lo único que pide. Porque, por si alguien no lo sabe, el profesor, para desempeñar su tarea con la perfección más absoluta, no necesita ni pupitres nuevos, ni ordenadores, ni Refuerzos, ni Apoyos, ni siquiera libros de texto: lo único que necesita un profesor es su voz, una tiza,... y gente que le deje hablar.
Jaén, 19 de Octubre de 2008
Juan Pedro Rodríguez
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