¿Por qué es mejor saber menos?0

597 15/06/2010, 10:03   

Entre los misterios que algún día querrán desentrañar los historiadores, seguramente estará el siguiente: por qué en la universidad de este tiempo se consideró que es mejor saber menos que saber más. Pretendo aquí ofrecer, a modo de hipótesis, una explicación para tan arduo enigma.


El discurso pedagógico oficial (¿Hay otro? ¿Es redundante la expresión? ¿Por qué van de la mano el poder y la psicopedagogía?) precisará de inmediato que lo que con las nuevas teorías (pero ¿son en verdad teorías y son nuevas?) se pretende no es que la enseñanza transmita menos conocimientos, sino que los transmita de modo mejor y más efectivo. Como respuesta a esto, debemos matizar un poco.

En efecto, la cascada de reformas de la enseñanza, en todos sus niveles, y el machacón y asfixiante discurso psicopedagógico, ponen por delante que se han de cambiar los métodos de enseñanza, reemplazando los tradicionales más que nada porque son tradicionales y porque si no sustituimos esos métodos tradicionales, a ver cómo vamos a escribir comunicaciones y ponencias sobre métodos innovadores. Esta obsesión con el método y su novedad tiene una primera consecuencia: que el cómo se enseña importe más que el qué se enseña. Puesto que los que enseñan a enseñar, por lo general, no son capaces de enseñar nada, es decir, dado que esos enseñantes de la enseñanza carecen de conocimientos sobre cualquier otra materia -matemáticas, lengua, geografía, historia...-, pierden de vista que la docencia siempre habrá de tener un objeto que la justifique y por razón del cual se mida su efecto, y caen en una especie de remolino narcisista o de onanista autosatisfacción: piensan que la calidad de la enseñanza se mide en clave autónoma, autorreferente. Si el método aplicado es bueno, a tenor de las pautas de ese pedagogismo recursivo, la enseñanza es buena, aunque el estudiante no aprenda apenas, aunque lo enseñado se quede en nada. El método se justifica por sí mismo y operando en el vacío, de resultas de que el teórico de la educación no ve más allá de su ombligo y de que para ser capaz de medir resultados tendría que tener otros conocimientos y estar en condiciones de entender otras disciplinas (matemáticas, lengua, geografía, historia...). De ahí lo que todos hemos vivido alguna vez esta temporada: aterriza en nuestra facultad un sujeto que, sin dominar absolutamente nada de nada de lo que en esa facultad se enseña, sin poseer el mínimo conocimiento de la materia en cuestión, pretende aleccionarnos sobre el mejor y más moderno modo de enseñar eso que él ni entiende ni quiere entender.

En resumen, el problema de esas supuestas ciencias de la educación es que han perdido de vista su carácter auxiliar y subordinado. No es que no tenga importancia el cómo enseñar, sino que no puede pasar el carro delante de los bueyes y no debe el método docente hacer que se pierda de vista el objeto de la docencia. Un indicio más de que tal inversión ha acontecido es la pretensión de que en los nuevos grados universitarios el profesor de cualquier disciplina -Historia, Derecho, Física, Matemáticas, Geología- evalúe a los estudiantes sobre la base de cosas tales como la capacidad de expresión en público, el liderazgo, la iniciativa, la aptitud para trabajar en equipo, etc. Es decir, se quiere que se juzgue a los mismísimos estudiantes por su capacidad para asimilar y seguir métodos de trabajo, no por su rendimiento directamente referido al objeto de estudio respectivo.

Lo que acabamos de decir explica por qué -al menos en la universidad- se enseña cada vez peor, precisamente ahora que tanto pillo vive de enseñar a enseñar bien. Pero con esto todavía no hemos llegado al núcleo de la pregunta del título: por qué se enseña cada vez menos y nos parece estupendo y muy progresista así. Para poder responder a esto debemos partir de una constatación que parece difícil de poner en duda: hay un continuo y radical descenso del nivel de exigencia a los estudiantes; en términos de esfuerzo y rendimiento, los títulos están cada vez más baratos. Y ya que decimos baratos, señalemos de pasada una paradoja bien curiosa: a medida que económicamente se encarecen los títulos y allí donde más se encarecen en euros, es cuando y donde más se abaratan en exigencia.

Una expresión resume todos los equívocos y sintetiza todas las oscuras maniobras ideológicas y gremiales: fracaso escolar. Ya ha llegado a la universidad la infausta noción. El nivel de la educación de un país se mide por los índices de fracaso escolar, pero semejantes índices no se establecen mediante comprobación de si un estudiante aprendió o no lo que se supone que debe saber para que el título que recibe tenga sentido, sino que dichos índices dependen nada más que del dato formal de cuántos de los que empiezan acaban.

Pongamos un ejemplo que parece una pura reducción al absurdo o una simple hipótesis de trabajo, pero que no está tan lejos de la realidad de hoy y, más aún, de la de mañana. En la Facultad F se imparte la titulación T. En F los profesores, todos, se ponen de acuerdo para aprobar a absolutamente todos los estudiantes que se matriculen en tal titulación, de modo que el cien por cien de los inscritos obtienen e título de T. Naturalmente, esos profesores, bien aleccionados por los especialistas en engaños, disimulan y gastan su tiempo de docencia en todo tipo de juegos y se adornan con mil alardes tecnológicos. Pero, a la hora de la verdad y más allá de que los estudiantes hayan estado entretenidísimos y hayan discutido de lo divino y lo humano, visto películas variopintas y proyecciones de variadísimos dibujos, esquemas y tablas, el profesorado no hace ni la más mínima comprobación de si algún conocimiento pertinente ha quedado a sus alumnos, aunque sea de modo inadvertido y por las cosas del azar. En F, pues, no habría fracaso escolar, aun cuando los titulados no tengan ni remota idea de lo que supuestamente debieran dominar. ¿Y si resulta, por ejemplo, que el título es de Filología Inglesa y que de todos los graduados ni uno habla palabra de esa lengua ni tiene mayor noticia de Shakespeare? Pues habrá mañana fracaso profesional o lo que queramos, pero el fracaso escolar habrá sido erradicado con apabullante éxito. Muerto el perro, se acabó la rabia; suprimidos los suspensos, se terminó el fracaso escolar.

¿Quién puede razonar con una lógica tan aplastante, sin duda equivalente a la de aquél que, ante la noticia de que en los accidentes ferroviarios era el vagón de cola el que tenía más víctimas, pedía que se quitara en todos los trenes ese último vagón? Pues sí, ellos, los mismos; ha acertado usted. Pero de la mano de esos politicastros que sólo piensan en el corto plazo y que tratan de legitimarse con la pura espuma de las cifras más superficiales y engañosas.

El razonamiento de esos psicopedagogos se puede descomponer en los siguientes pasos.

Primero. Cambian los papeles de los actores, de manera que cuando un estudiante suspende una asignatura no es el estudiante el que fracasa, ni siquiera en el caso de que sea un redomado incapaz y, para mayor gloria, un zángano de libro. No, la culpa es del “sistema” y de las instituciones. ¿Y si resulta que la institución de turno es una facultad que tiene los profesores más competentes y dedicados, especialistas de fama mundial que han formado a los más eximios profesionales durante las últimas décadas? No importa, si hay muchos suspensos, hay mucho fracaso, y si hay mucho estudiante que fracasa no es porque esos estudiantes fracasen, sino porque fracasan la institución y sus profesores. Así que si ese profesorado no quiere ser un fracaso, ya sabe lo que tiene que hacer. ¿Enseñar mejor? No, aprobar más.

Segundo. El psicopedagogo nos dirá que hay trampa en esta última frase, ya que enseñar mejor será lo que llevará a que más aprueben con toda justicia. ¿Y cómo hay que enseñar para enseñar mejor? Como él diga. Ya tenemos el problema, que es el fracaso escolar, y la solución, que es la renovación de los métodos docentes. Lo que los profesores deben hacer es simplemente aplicar los métodos de enseñanza que elaboran y proponen los especialistas en métodos de enseñanza de cualquier cosa. En el método está la solución.

Tercero. Pero tenemos que ver si el método funciona o no. No olvidemos que se trata de un método para evitar el fracaso escolar, pues éste se debe siempre a defectuosa praxis del docente, sea porque no presenta su materia como debe, sea porque no acierta a motivar a sus estudiantes de la mejor forma. Pero si el fracaso escolar depende de cuántos estudiantes suspenden, no de cuánto saben los que aprueban o de cuánto ignoran los suspensos, la cháchara del método, el paleto “discurso del método”, termina en una conclusión arrasadora: cuantos más aprueben, menor será el fracaso escolar y, en consecuencia, mejor será la enseñanza y, de propina, más acreditado quedará, como apropiado y certero, el método docente que se haya aplicado.

Conclusión: para que los nuevos métodos demuestren su ventaja, debe haber más aprobados. Y como hemos quedado en que el fracaso escolar no se da cuando el estudiante que obtiene su título no sabe hacer la o con un canuto, sino cuando, sepa hacerla bien o mal, suspende y no culmina sus estudios, si usted quiere demostrar que los métodos docentes son buenos, sólo tiene que convencer al profesorado para que apruebe a todo quisque. El día que en aquella facultad F de nuestro ejemplo todos los inscritos se gradúen, el experto en Educación nos dirá que ahí tenemos la prueba de lo bien que han funcionado las discusiones en círculo y los trabajos en grupo. ¿Y si los titulados no saben ni palabra de lo que deben conocer, sea Historia, Matemáticas o Ingeniería de Telecomunicaciones? Ah, de eso no estábamos hablando. Aquí nos ocupábamos nada más que de los métodos de docencia y acreditado queda que funcionan. Ya no hay vagón de cola, pues hasta hemos eliminado el ferrocarril. Ya no existirá el fracaso ferroviario. Perfecto.

Hemos arribado a la respuesta que andábamos buscando. El empeño en que las carreras duren menos, en que los programas y temarios sean más simples, en que los materiales y textos de apoyo se vuelvan elementales y simplones, en que el profesor no se explaye en alardes de erudición y dominio de la materia, en que en las evaluaciones de los estudiantes se tomen en consideración curiosos atributos personales que poco o nada tienen que ver con lo que se habría de dominar, todo ello tiene una explicación sencilla: interesa que todo el mundo logre su título, para que los pedagogos y compañía puedan legitimarse ante esa clase política que sólo quiere cifras para la galería y que tampoco sabe ni quiere saber nada de ciencia ninguna. Se aparean esos dos sistemas hoy convertidos en perfectamente autorrecursivos, autorreferentes, el sistema político y el sistema pedagógico, y de dicha unión contra natura, nace un ratón. Qué digo un ratón, un topillo ciego que se cree Dios. Una plaga.

Querido colega, permítame que me tome la confianza de darle y de darnos un consejo final: no se convierta usted, no nos convirtamos, en alimento para topos y ratones. Pongamos más bien a las ratas en su sitio y sigamos enseñando con toda la seriedad que podamos a esos buenos estudiantes que merecen un respeto y que tienen derecho a que les inculquemos una buena formación en lugar de tomarles el pelo con jueguecitos pueriles a la medida de esos profesionales de la nadería metódica.

Juan Antonio García Amado es Catedrático de Universidad de Filosofía del Derecho en la Universidad de León, autor del blog Dura Lex y miembro de FANECA

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