Angelitos en el limbo0
717 14/12/2010, 10:49 deseducativos.com. Antonio Gallego Raus
Me cuenta un camionero que a él no le gusta mucho el GPS. Le parece, cómo no, una herramienta útil para viajar, pero dice que, confiándote a él, no sabes por dónde vas, que no acabas nunca de aprender la ruta. Cierto: con él no hace falta prestar mucha atención a las poblaciones por las que pasas ni a los cambios de vía. Esto me recuerda lo que a mí mismo me pasó hace ya años, cuando estudiaba Psicología por la UNED.
Para pagarme los estudios, trabajé un año de basurero. (Dicho entre paréntesis: Eran otros tiempos, y nada tenía de extraño que los estudiantes fuésemos a la vendimia o buscásemos algún trabajo de media jornada para pagarnos los estudios. Hoy puede observarse un sano cambio de actitud o de mentalidad en nuestros chicos, quienes, seguramente conmovidos por la miseria de los inmigrantes, les dejan a ellos las labores de temporeros y otros trabajos más o menos duros. Son así de solidarios, tal es la democrática educación que han recibido en hogares y escuelas. Ellos, pobrecitos, se conforman, simplemente, con la asignación diaria y los incontables extras sonsacados a sus papás a base de gruñidos, protestas, morros hinchados y sabrosas imprecaciones. Un cambio de mentalidad notable que, por ser eso, un cambio, hemos de celebrar como un inequívoco signo de progreso. Que ya nos dicen sus nuncios que aquél sólo viene de la mano del cambio. Ese cambio de mentalidad de nuestros estudiantes, consistente en no querer trabajar en penosas labores es, cómo no, un extraordinario avance que nosotros, si no fuésemos tan fachas y retrógrados, celebraríamos por todo lo alto.)
Perdón por el excurso. Retomemos el hilo. Todos los días, durante tres horas o más, recorríamos en camión las calles de un pueblo bastante extenso. Un compañero y yo íbamos atrás, en los estribos del vehículo, colocando y descargando los contenedores. Pasaron por los menos 3 meses y yo no me había aprendido el recorrido. Bastaba, claro está, con que lo supiera el chófer. Por de noche, todas las calles parecían iguales, y más al estar iluminadas por una macilenta luz amarilla que lo homogeneizaba todo. No obstante, el motivo principal de que no lo aprendiera era que no le prestaba ninguna atención, o que fuera muy escasa. Iba pensando en mis cosas, descuidado de si ahora tocaba girar a la izquierda, a la derecha o seguir adelante. Por desgracia, el camionero cayó enfermo y cogió la baja durante una larga temporada. Se contrató a uno nuevo, natural de un pueblo vecino, que, como es lógico, desconocía la ruta. Mi compañero sí la conocía, en parte porque era oriundo de la localidad en cuestión. Durante unos días mi compañero hacía señas al nuevo camionero para indicarle qué debía hacer, dónde girar, dónde parar, etc. Pasé vergüenza. Yo no estaba seguro de qué debía hacer el camionero en cada cruce de calles. Pedí disculpas a mi compañero y le prometí prestar atención a la ruta para aprenderla cuanto antes. Así lo hice y, en cuatro o cinco noches, memoricé el recorrido casi por completo. De ese modo, yo también podía indicarle al chófer qué debía hacer (él nos veía por los retrovisores del camión). En unos días de esfuerzo memorístico intenso aprendí lo que no había conseguido aprender durante varios meses de distracción, varios meses de estar en la inopia.
2
Me cuenta un amigo, profesor de música en su propia academia, que muchos de los padres que llevan allí a sus hijos, se quejan amargamente de que a éstos les mandan muchos deberes para casa. ¿Es así? (Estos padres son de Valencia; lo digo por si la información fuera pertinente.) A mí me extraña. Hace unos años, una asociación de padres de mi pueblo (de Albacete), me encargó estar al frente de un curso en que unos quince críos, tanto de Primaria como de Secundaria, debían hacer los deberes y estudiar. Tenían dos horas, de las 18 a las 20. Digo que me extraña porque la mayoría de los días casi todos los alumnos acababan sus deberes en poco más de una hora u hora y media. Rara vez precisaron las dos. Si esto mismo sucede en Valencia, ¿por qué se quejan tanto los padres que llevan a sus hijos a la academia de mi amigo? Creo saber por qué.
LAS PRUEBAS DEL DELITO
1
Los chavales de aquel curso que acabo de mencionar me comunicaron, tras las tres primeras semanas de su comienzo, que sus maestros estaban quejosos conmigo. Les pregunté por qué a los chavales. “Porque, ahora –me contestaron- llevamos los deberes mucho peor hechos que antes del curso”. Me quedé sorprendido, pues en el aula había un buen ambiente de estudio. Había conseguido que uno de los críos de secundaria, insolente e incorregible, se quitara del curso tras hablar con su madre. Ni estudiaba ni dejaba estudiar. Sin él la clase quedó tranquila, al menos la mayor parte de los días. ¿Por qué, ahora, llevaban los deberes peor que antes? Tras meditarlo, caí en la cuenta. “Juanito, dime, ¿tus padres te ayudaban a hacer los deberes antes de venir aquí, a este curso?” “Sí”. Varios compañeros contestaron lo mismo. Ahí estaba la razón. Convoqué a los padres a una reunión y tuve una charla con ellos.
2
Anteayer, Miguel, un conocido con quien me llevo muy bien, me llamó al teléfono. Estaba preocupado por la muy mala marcha de su hijo en los estudios. Ahora cursa 3º de Primaria y le aprueban por los pelos, o por caridad. Yo ya no me dedico profesionalmente a la psicología, pero Miguel quería conocer mi opinión. Al niño sólo lo vi una vez, hace unos años. Aparentemente parecía normal. Le dije a Miguel que antes de nada debíamos conocer el cociente y el perfil intelectuales del niño para descartar cualquier problema de retraso o dificultad de aprendizaje. Debía hablar con la orientadora. Miguel asintió y me dijo que me volvería a llamar más adelante. Antes de despedirnos le pregunté si ellos, los padres, le ayudaban a hacer los deberes. “Sí, todos los días. Hay días que nos lleva varias horas, es agotador. ¿Por qué lo preguntas?” “Ya te lo explicaré, Miguel. Cuando tengas los resultados (si acaso la orientadora se presta a pasarle los tests), llámame.” “De acuerdo, Antonio. Hasta luego y gracias”. “De nada, Miguel. Hasta luego”.
3
Fernando, un amigo, me cuenta cosas de su hijo. Entre otras, que hace los deberes a regañadientes. El niño, a quien sí conozco, tiene 7 años y es espabilado. Sus padres también le ayudan a hacerlos. Le pregunté por qué a Fernando. Me contestó que la madre del crío teme que la maestra ponga en ridículo al niño delante de toda la clase si lleva mal los deberes. Que diga, por ejemplo: “Mirad, niños, este dibujo que veis aquí es lo que no debéis hacer nunca. Fijaos qué mal hecho está…” Comprendo que, si tal miedo atenaza a esa madre, acabe haciéndole el dibujo al hijo, o las cuentas, o lo que sea. Lo comprendo.
4
Hablo con Milagros, una amiga. Le pregunto sobre la cuestión. Me confirma mis temores: cuenta que las madres con las que trata están ocupadísimas con los deberes de sus hijos, que se despiden unas a otras con un “me voy, que tengo que estudiar lo que le mandan al crío”. De hecho, necesitan cada vez más tiempo para estudiar ellas las lecciones del hijo, con tal de poderle ayudar. Me puedo imaginar su agobio.
CAUSAS
1
Amigos míos, esto es más serio de lo que parece. Ignoro cuántos son los padres que ayudan a hacer los deberes a sus hijos. O cuántos de ellos se los hacen parcial o totalmente. Me temo que muchos. Lo que sí puedo asegurar es que es un problema que ya otros países occidentales conocen bien, al menos los anglosajones. Su existencia demuestra que no es cierto que los padres se desentiendan de los estudios de sus hijos. De todo hay, por supuesto, pero son bastantes los que, sin duda, dedican mucho tiempo a ellos, incluso aquél que, sencillamente, no les corresponde.
¿Por qué ayudan los padres a sus hijos a hacer los deberes, o por qué, en último extremo, se los hacen? Hay varias razones, ya analizadas en el artículo “Los padres, el peso de una ausencia”. Vuelvo a ellas aquí. Se les ayuda por el hiperproteccionismo reinante, por una concepción mema de la infancia: la concepción de que los niños se frustrarán patológicamente si algo contraviene sus deseos y expectativas, si algo les sale mal. De ahí esta nefasta política de educación subsidiaria presente tanto en las escuelas como en los hogares.
2
Hay más razones. Cuando hablé con Fernando, el padre preocupado por el mal rendimiento académico de su hijo, le dije que hoy muchos padres comparan socialmente a sus retoños con los de sus vecinos, amigos o conocidos. Sí, como quien compara el coche propio con el que tiene el colindante y sólo se queda tranquilo si el suyo es igual o mejor. Ni más ni menos. Fernando me respondió: “No me hables de comparaciones, por favor, no me hables. Estoy hasta el gorro de que las madres se llamen por teléfono unas a otras para enterarse de cómo han salido en los exámenes los chavales…” Así es, por gordo que parezca. Muchos padres, al parecer, no pueden consentir que su hijo lleve mal los deberes a la escuela, como si los deberes también señalaran el estatus social del niño, a semejanza de la ropa y el calzado de marca. Mi hijo no puede ser menos que el del vecino en nada, tampoco en esto de los deberes.
3
Y todo esto es consecuencia de una concepción constructivista de la educación. La ingenua idea de que es el alumno (el niño) quien va construyendo el conocimiento a su ritmo en función de sus naturales necesidades cognitivas y asistido por un guía sutil, contrasta brutalmente con la realidad más palpable. Jamás han sido los niños y alumnos tan heterónomos y dependientes del padre y del maestro como hoy día. En el modelo de enseñanza “centrado en los contenidos” (por emplear la tonta expresión de los pedagogos), es el niño quien lleva a cabo la mayor parte del trabajo, quien se ve obligado a ser independiente. En el modelo “centrado en el alumno”, el alumno es ese rey epulón al que el adulto ha de proteger y servir: ha de hallar la manera de motivarlo (investigación e innovación educativas), ha de encontrar su peculiar forma de aprender (atención a la diversidad), de adaptar el currículo a su (supuesta) capacidad especial (a. c. para acnees.), de hacerle sentir acogido (planes de acogida), de orientación psicopedagógica… Es la hora del niño-alumno asistido y del padre-maestro asistente. Irónicamente, el constructivismo, con su amoroso abrazo de oso hiperproteccionista, aboca al infantilismo perpetuo del discente y a la creación de una escuela ortopédica y asistencial.
CONSECUENCIAS
¿Pero tan malo es, acaso, que los padres ayuden a sus hijos a hacer los deberes? ¿No es, en realidad, lo que deben hacer unos padres responsables? Es decir, preocuparse por lo que aprenden sus hijos, por cómo van en tal o cual asignatura, por ver si progresos o retrocesos. Indudablemente, los padres tienen que estar atentos a cómo van sus hijos en los estudios, pero de ahí a hacerles parcial o totalmente los deberes, supervisarlos o corregirlos media un abismo. Esa ayuda es, en realidad, nefasta. Y quiero explicar pormenorizadamente por qué.
Conste, si acaso no estaba claro, que hablo de niños perfectamente normales, sin ningún tipo de discapacidad intelectual ni nada por el estilo. Ni de niños a los que, por su corta edad, haya que enseñarles a leer.
EL MAESTRO
Empecemos con el maestro. Cuando los padres ayudan a sus hijos a hacer los deberes, el maestro va a corregir el trabajo hecho, en parte, por los padres, no por los alumnos. Es exactamente lo que hacían (¿hacen todavía?) con algunos de mis alumnos del curso que he mencionado. Lógicamente, el maestro:
-Creerá que el alumno en cuestión ha entendido y asimilado bien la lección, cuando no es así necesariamente.
-No tendrá adecuada información sobre qué dificultades particulares tiene el alumno (tal alumno en particular o en general), de modo que no verá necesario explicar más o mejor los problemas mal resueltos o no resueltos.
-Vivirá en la inopia, supervisando deberes que ya han sido supervisados, corregidos o hechos por otros adultos.
-Confiado en que la lección ha sido asimilada por sus alumnos, puede estar tentado a pasar a explicar la lección siguiente del programa.
-En vista de que cuantos deberes manda para casa vienen siempre bien resueltos, quizá decida mandar más, o más complejos.
Es decir, los padres, en general, reciben de los centros una información eufemística del rendimiento académico de sus hijos: “progresa adecuadamente” y “promoción automática”; y, al tiempo, los padres se las arreglan para que los maestros reciban una información errónea y despistante de sus alumnos. Cuando yo reuní a los padres de aquel curso les dije que no volvieran a ayudar a sus hijos a hacer los deberes, pues, así, lo que los maestros corregían no eran los deberes de los hijos, sino los de los padres (e hijos). Puesto que los exámenes los harán los niños, no los padres, los deberes deben ser afrontados y hechos por los niños, no por los padres. Esta mutua ocultación o falseamiento del rendimiento del alumno es nefasta para su progreso académico.
Huelga decir que la ayuda que aquí impugno y critico no es aquella en la que el padre o hermano le toma la lección al niño. Por ejemplo: comprobar si el crío se sabe la lista de preposiciones, los ríos de España o lo que sea. No me refiero a ese tipo de ayuda. Me estoy refiriendo a cuando el padre supervisa los deberes del crío y, si detecta un fallo, le obliga a repetirlo. O cuando el padre le explica las cosas al hijo, en especial cuando es de manera constante. O cuando, en última instancia, el propio padre pone ejemplos de cómo hacer algo (un dibujo, por ejemplo), o, por fin, si ese padre acaba haciendo él el ejercicio. Lógicamente, cuanto mayor sea la intervención paterna, peor.
¿Es incluso contraproducente supervisar los ejercicios del niño, aunque sea éste quien lo acabe resolviendo bien? Mi opinión es que sí, que es inapropiado. Ahora lo vemos.
EL ALUMNO
El crío no atiende en clase porque sabe que lo que no entienda bien se lo explicará de nuevo los padres. Tampoco atenderá bien a estos, pues sabe que, en última instancia, los deberes acabarán estando bien, por ser competencia de sus padres. No se verá en el trago de presentar al maestro unos deberes regulares o mal hechos: sabe que salta con red. Como no siente la necesidad de prestar atención de verdad, le pasa lo que a mí me pasó aquel año con el recorrido del camión de la basura: que no asimilará los contenidos de la lección ni a tiros. Lo que no capte en clase, se lo enseñará papá por la tarde. Si los deberes se le atragantan un poco, recurrirá a sus padres para que le resuelvan la papeleta.
¿Por qué digo que es incluso contraproducente supervisar los ejercicios del niño aunque acabe resolviéndolos bien? Porque esa supervisión lo hace ser más vago y perezoso. Él sabe que sus padres no van a permitir que lleve mal los deberes a clase, y se aprovecha. No tiene por qué dar lo máximo de sí: con que preste una ligera atención bastará. Si el resultado no es el correcto, papá-asistente estará ahí para dirigirle, ayudarle, corregirle o, en última instancia, hacerle el trabajo. ¿Es así como se desea forjar la personalidad, inteligencia y autonomía del niño?
Por otro lado, y no menos importante, tenemos las luchas diarias que libran padres e hijos a la hora de hacer los deberes. Remolonean, protestan, gruñen, reniegan. Es natural: ellos saben que cuanto más oposición pongan, más ayuda recibirán de sus condescendientes padres y menos tendrán ellos que esforzarse y atender la lección. Además: ¿por qué habrían de querer hacer un trabajo del que no se les ha hecho responsables? No son ellos quienes se ven obligados a responder por las tareas académicas: son los padres quienes se hacen cargo de la realización y calidad de ellas. Por tanto, es lógico que se muestren renuentes a hacerlas. En realidad, no son sus deberes.
CONSTRUCTIVISMO EN EL HOGAR
Lo mismo que ocurre en la mayoría de los centros ocurre en la mayoría de las casas. La misma mema concepción de niño frágil y quebradizo impera en unos y otras. El constructivismo, lejos de dejar que el niño se las apañe por sí solo, que se las vea con el mundo (y no estamos hablando de nada traumático), que madure y crezca, lo que hace, en realidad, es impedir su natural desarrollo volitivo e intelectual. ¿Cómo van a tener una adecuada compresión lectora si jamás se les ha presionado para que presten verdadera atención a lo que se les explica? En su irreverencia de niño-rey, viven en la inopia, ajenos a la realidad, sabedores de que mamá-clueca y papá-clueco estarán ahí para protegerlos del mundo con su plumífero calor, para sacarles las castañas del fuego.
¿Cómo no van a estar quejosos los padres de que sus hijos reciben demasiadas tareas para casa? ¡Si es que son ellos, los solícitos padres, quienes deben aprenderse la lección, guiar, corregir o adecentar el trabajo del chico!
Lo que los padres deben hacer es establecer un horario sensato para realizar los deberes (de tal a tal hora), animar o presionar con firmeza al crío para que los haga, no dejarle salir de la habitación hasta que los remate; interesarse por cómo van en los estudios. Hablar con sus maestros. Y alentarlos, pero jamás hacerles los deberes. Eso es lo contrario de ayudarles.
Si es usted maestro o profesor no se confíe con que es el alumno quien hace solo los deberes. En muchos casos no es así. Si es usted padre, hágale un favor a su hijo, hágase un favor a usted mismo: deje que sea él quien se responsabilice de sus deberes diarios. O dígame: ¿Quién tendrá que hacer el examen: usted o él?
SOBRE EL INFORME PISA Y DEMÁS PISOTONES
Han salido publicados los resultados del Informe Pisa. De nuevo, España colista entre los países desarrollados. No importa, somos la cabecera en fútbol, que es lo que importa. Quien no tiene cabeza, tiene que tener pies.
Varias cosas quiero comentar que me han llamado la atención.
1
Tras publicarse el informe en cuestión, oigo en la radio algunas sesudas interpretaciones del desastre. Uno de los tertulianos (no recuerdo, ni quiero, el nombre del programa) asegura que, según los expertos educativos, no se conocen, en realidad, las variables que hacen posible el éxito (y el fracaso, claro). Parece ser –añade- que la única clara es la valoración que se hace del profesorado. Ah, amigo, no ha dicho usted nada. Claro, cuando el profesor es respetado, el alumno le hace caso. Y si el alumno respeta al profesor es porque, igualmente, respeta a sus padres. No conozco a ningún alumno irrespetuoso con sus profesores que no lo sea también con sus padres. Y quien educa al niño para que respete a sus adultos ¿quién es? Pues el padre. Por tanto, una variable capital (y no digo suficiente), de la que nadie habla (o no me consta) es la relación entre padres e hijos. Si el padre no ha enseñado al hijo a respetarle (al adulto por extensión), todo lo demás está viciado. En fin, de esto ya hable en otro lugar.
2
Leo que los alumnos de Corea del Sur, líder en el Informe Pisa, trabajan 10 horas diarias. Como si lo oyera: alguien objetará que no importa tanto la cantidad de horas de trabajo como la calidad de estas. Falso: la calidad es fruto de la cantidad. Cuanto más te entrenas en algo, mejor eres en ello y más conoces tanto la materia de estudio como tus facultades (potencias y debilidades) para enfrentarte a ella. Y más eficaz acabas siendo con tu método de trabajo. Por cierto, pregunta inocente: ¿En Corea del Sur tienen una escuela constructivista?
3
Los alumnos de Shangái han obtenido resultados sorprendentes. Leo que el 25% de ellos fue capaz de resolver un complejo problema matemático, frente a sólo el 3% de los de OCDE. Hace unas semanas, creo que fue nuestro estimado y sagaz Jesús San Martín, nos previno del avance espectacular de los Chinos (o de los asiáticos) en la lid económica. Yo había oído en el repugnante telediario que en China la dificultad para conseguir plaza universitaria es escalofriante. Los resultados están a la vista. Nada nuevo bajo el sol: “la necesidad es la madre de la ciencia”. Podemos rechazar un modelo tan terriblemente selectivo, pero lo cierto es que ese mismo proceso de selección oriental nos acabará barriendo del mapa. Eso sí que nos va a parecer terrible.
Me parece a mí que sí tenemos claras varias variables del éxito: 1. niños respetuosos con sus adultos (gracias a unos padres que se lo han inculcado). 2. Intenso trabajo y disciplina para los alumnos (lo que no evita, precisamente, el trabajo del maestro).
4
Aquí vivimos en la inopia constructivista, en el limbo, entre los mullidos algodones de la comprensividad igualitarista. En ese mismo repugnante telediario (y da igual el canal y la hora), el secretario de Estado de Educación, Mario Bedera, nos dice (parafraseo) que la diferencia en los resultados viene determinada por la individualización del aprendizaje. Es decir, que se obtienen mejores resultados allá donde se ofrece una enseñanza individualizada, a la carta. Aclarado el misterio. Todo el mundo a dormir tranquilo a su casa. Lo que este señor nos pide es que el alumno reciba más arropamiento constructivista, más apoyos, más refuerzos. Que los maestros se comprometan más, que los padres se esfuercen más, que todos hagamos fuerza por aprendernos la lección: que la aprendamos por el alumno. Sí, porque esta es la desastrosa concepción constructivista que aquí tenemos. La de, hiperprotectores, estar pendientes de todos y cada uno de los actos de nuestros retoños, para ver qué hacen o dejan de hacer (un amigo, padre de dos criaturas, también harto de esta atención paterna cuasi patológica, lo expresó hace poco con un escatológico exabrupto: “¡dejad ya de mirar a los críos, que estáis a ver si se tiran un pedo o se lo dejan de tirar!”), para ver si es o no líder entre los amigos, para ver cómo se relaciona, qué dice, qué hace, a qué juega… Y, por supuesto, una concepción constructivista que, por estar centrada en el alumno, no le quita ojo ni un segundo, lo lleva en volandas, bajo palio de oro, impidiendo que tropiece, que se equivoque, que se vea amonestado por la maestra; que le quiere ahorrar todos los sinsabores de la escuela, de la vida, del mundo. Por eso, esos padres, bienintencionados pero errados hasta la tonsura, ya le adecentan el cuaderno de deberes a su hijo, ya se los hacen. Quizá ya falte menos para que una providencial y definitiva ley ordene que sean los padres quienes vayan a septiembre. Sería el último acto de esta trapisonda que tiene por cabecera lo que sólo debería tener por los pies.
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