Autoevaluación0

587 11/01/2011, 15:56   

Me veo en la obligación moral de hacer de abogado del diablo para hablar sobre una práctica del ejercicio docente sobre la que siempre me he sentido insatisfecho, si bien sobre mí y los colegas con quienes he formado las diferentes juntas de evaluación a las que he asistido durante toda mi carrera profesional ha de recaer toda la responsabilidad por las posibles negligencias cometidas. Acabamos de dejar atrás unas sesiones maratonianas de evaluación que, a mi parecer, si todas se parecen a las que yo he vivido, dejan tanto que desear, que no es de extrañar la decepción profesional que originan.

Me gustaría repasar brevemente esta práctica que tan importante habría de ser en nuestra actividad profesional y que, sin embargo, se han convertido en una actividad mecánica carente de contenidos y de objetivos, y por consiguiente de la mínima eficacia que debería tener.

Lo primero que se ha de criticar es el absurdo evidente de programar las sesiones de evaluación al final de la jornada escolar, de por sí ya suficientemente densa y tensa. Como se han de hacer fuera del horario escolar, el tiempo asignado a cada evaluación no suele pasar de la hora, por lo que las posibilidades reales de convertir la sesión en una herramienta de análisis pedagógico individual de cada uno de los alumnos se esfuma apenas el tutor ha consumido el primer cuarto de hora, de los cuatro disponibles, y no hemos pasado de las tópicas consideraciones globales o, como mucho, estamos a la altura del número tres de una lista de treinta alumnos.

Así que se entra en la dinámica del “vamos caso por caso”, todo va a depender, ¡ay!, de la capacidad de organizar una reunión de trabajo que tengan los tutores correspondientes y de la flexibilidad con que están dispuestos a oír las mismas nimiedades repetidas ad nauseam. Sobre lo primero es obvio que no vivimos en un país en el que las reuniones de trabajo se ajusten a normas que las hagan productivas, porque, al menos en el sector de la enseñanza, antes parecen una invitación a la relación social que una jornada de trabajo con unos objetivos bien definidos. Lo habitual, lo que resulta insufrible, es que, disponiendo de 60 minutos para 30 alumnos, cualquiera de ellos nos ocupe 15 sin que a la junta de evaluación le preocupe lo más mínimo qué haya de ser de los restantes. Cualquier sugerencia en ese sentido: “¿No nos estamos demorando demasiado?”, supone un acelerón de tal naturaleza que quienes tengan la mala fortuna de seguir en la lista a aquel “tapón”, apenas concitarán de los apremiados tres o cuatro expresiones de rigor: “necesita trabajar un poco más”, “no es preocupante”, “los hay peores”, y poco más; excepto que alguien se descuelgue con “a mí no me ha presentado los deberes del tal, el tal, el tal y el cual de octubre, y claro…”

Más allá, con todo, de la dinámica de la sesión, que reproduce esquemas organizativos y productivos propios del siglo XVII, quisiera llamar la atención sobre el nivel del análisis que efectuamos en esas sesiones, porque tengo el convencimiento de que la incompetencia y esterilidad del mismo bien aconsejaría renovarlas de arriba abajo, eliminarlas y convertirlas en el viejísimo “cantar las notas”, “ponerlas en las actillas” o algo equivalente. A nadie que haya padecido sesiones de evaluación puede serle ajeno el rubor psicológico y pedagógico que levanta, en cualquiera mínimamente sensible a los juicios bien fundados, los sedicentes con que solemos despachar una evaluación tras otra, con la vista puesta en el momento de liberarnos de semejante condena y poder acogernos cuanto antes al sagrado de nuestros hogares, ínsulas de excepción en el mar de vulgaridad que nos rodea, que nos acosa y que nos intimida (otro día me preocuparé de otro mal que se deriva de ese acoso marítimo: la infame necedad que, como una marea exclusivamente creciente, se va apoderando de nosotros tras tantísimos años de contacto con la ignorancia y el primitivismo emocional, a los que se suma la incompetencia absoluta de nuestras autoridades educativas); ínsulas donde el bálsamo de fierabrás, la fórmula del de cada cual sólo cada cual la sabe, es capaz de repararnos para permitirnos afrontar la siguiente jornada.

“Se ha dejado ir”, “se está estrellando”, “falta mucho”, “no hace nada”, “no me presenta las cosas”, “va viniendo, va haciendo”, “sería recuperable”, “muy juguetón”, “es muy justo” -éste es la estrella analítica, sin duda alguna, merecedora de hacernos acreedores a todos sus usuarios del anillo freudiano (muy otro, evidentemente, del de la NBA), y quien esté libre de pecado, que esconda el dedo…–, “se organiza mal”, “no tiene hábitos”, “tiende a rebotarse”, “¿qué padres tiene esta criatura?”, “de buena gana lo enderezaba yo con un par de ****** bien dadas”, “es impresentable”, “no se entera de nada”, “¿qué ha hecho en Primaria?” “tonto no es, desde luego”, “el día que quiera ponerse”, “pues a mí fulanita me ha dado un cambio bestial, parece otra”, “no me trae el chándal”, “es que está en un grupo que se las trae”, “esta es una ****** de mucho cuidado, y tiene una mala baba que se la pisa”, “yo lo tuve en mi tutoría el año pasado y lo entendí todo cuando me vi con el padre…”, “repite y va para PIL”, “lo pillaron fumando un porro en los lavabos”, “las lenguas no son lo suyo”, “necesitaría un refuerzo, un profesor particular”, “conmigo no aprobará jamás”, “suspende como todos, ¡y estamos haciendo divisiones! ¡En primero de ESO!”, “aquí está perdiendo el tiempo, eso está claro”, “no se deja enseñar”, etc.

¿Quién no ha usado en alguna ocasión cualquiera de estos tópicos desgastados, a fuer de repetidos, que no construyen discurso ni análisis, sino justo todo lo contrario: lo ahogan? Del mismo modo que hay alumnos-tapones que impiden progresar en la evaluación, hay juicios taxativos que, paradójicamente, permiten dinamizarla, al cortar de raíz cualquier posibilidad dialéctica: “Es lo que hay”, llega a oírse como justificación, si alguien cree –con incombustible fe pedagogo-carbonera– que merecería la pena “escuchar otras opiniones” de los junteros para saber a qué atenernos con el discente en cuestión. La insatisfacción es el resultado de semejante acto jurídico, porque sentenciamos con una alegría que asusta al más atrevido. Y siempre salgo de esos tribunales inapelables con la conciencia culpable de no haber sabido estar a la altura de lo que se espera de nosotros como profesionales de la enseñanza. Derivamos hacia el pseudoanálisis psicológico con una facilidad que sólo está a la altura de nuestra incompetencia en la materia –salvo quien la tenga, aunque en estos casos, los juicios aún son más deplorables…– y renunciamos a lo que debería ser competencia nuestra exclusiva: el proceso de aprendizaje: llegar a saber por qué –al margen de los ponderables tradicionales de la falta de trabajo, etc.– los alumnos son incapaces de progresar en tal o cual asignatura, y tratar de ponerle remedio. Es evidente que las viejas recetas siguen teniendo validez, que son los alumnos los que han de aprehender el conocimiento, no éste instalarse en ellos casi feéricamente, con la consiguiente varita mágica, pero no es menos cierto que no podemos despreocuparnos de ese campo del conocimiento que tanto podría ayudarnos a establecer diagnósticos pedagógicos certeros que nos permitieran ayudar al mayor número posible de nuestros alumnos, siempre y cuando la administración educativa entendiese que una sesión de evaluación no es un trámite relegable extramuros de la jornada educativa, sino un pilar básico de nuestra actividad profesional. ¡Cuántos daños irreparables provoca el fetichismo de la “hora de clase intocable”!


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